En julio y agosto vienen y van las noticias veraniegas del hemisferio norte, y con ellas las contingencias vinculadas al turismo. No he podido sustraerme a una sucesión de titulares referidos a los selfies. O, para ser más exacto, a los selfies llevados al extremo de la irresponsabilidad.
- Hace unos días, dos turistas fueron detenidas en Roma por pelearse ante la famosa Fontana di Trevi. ¿La causa? Hacerse una autofoto. Allí hubo empujones y hasta bofetadas.
- Anteriormente, un joven madrileño de 17 años se electrocutó al subir a la cubierta de un tren para ¡hacerse un selfie!
- El tercer ejemplo, aunque hay muchos más, es el del multimillonario chino Wang Jian, quien murió recientemente al intentar lo mismo en un muro en Francia.
¿Por qué surgen ahora estos problemas, alrededor de un fenómeno que nació rodeado de encanto, buenas energías y disrupción tecnológica? La pregunta es pertinente, por lo que significa para la vida humana y las normas de convivencia. Sin embargo, algunos consideran que siempre han existido los temerarios e imprudentes, mucho antes de que nuestros celulares pudieran girar la cámara.
Soy un defensor del selfie, porque creo que aporta naturalidad y frescura a la fotografía. Es cierto, no obstante, que puede estimular el narcisismo y la superficialidad, sobre todo en personas inseguras, que lo apuestan todo a la imagen exterior.
¡Esa es una realidad en el debate sobre el impacto de las nuevas tecnologías!